Padecer la justicia
Hace una semana me hablaron por teléfono: mi hija había sido secuestrada. La voz que gemía era idéntica, quizá fue mi miedo el que me hizo desconocer su voz. Prevenida de este tipo de juego siniestro al que ya habían sido sometidos otros, caí con todo en la trampa. “Este es un secuestro exprés, a ti te interesa tu hija y a nosotros el dinero”. Así era. Desolada, seguí al pie de la letra las instrucciones, compré tarjetas y “rasqué” todos los números secretos, los dicté uno a uno y ellos los fueron introduciendo en sus celulares. ¿De dónde me hablaban, desde un reclusorio o desde un recinto oficial? Al llegar al banco, no me dirigí a las cajas: fui con una amiga funcionaria, le musité al oído que mi hija acababa de ser secuestrada. Es un fraude, me dijo, no conteste el teléfono. Como de costumbre en estos casos, me habían pedido que no colgara el aparato teléfonico al que se habían comunicado conmigo, tampoco mi celular que yo, debido a mi pánico, les había proporcionado, sin percatarme de la imposibilidad de que tuvieran a mi hija y no supieran el número de mi celular. Cuando sonó, contesté sin escuchar los consejos de mi amiga. El siniestro personaje me tuteaba y me gritaba con voz tonante: “¿En el banco?” “Sal del banco inmediatamente y en la calle contestas a mi llamada”. “¿Con qué derecho me tutea”, le dije incautamente? Por un momento titubeó, luego endureció la voz y repitió: “Sal inmediatamente del banco y contesta cuando vuelva a sonar el teléfono”. Mi amiga me arrebató el celular y lo guardó en su escritorio. Sonó por lo menos 20 veces más y cada vez que sonaba, se me enchinaba la piel: ¿Y qué tal si de verdad tenían a mi hija y algo le sucedía por no obedecer sus instrucciones? Empezamos a comunicarnos a diversos lugares para indagar dónde se encontraba ella en ese momento. Casualmente estaba fuera, trabajando en un lugar alejado y sin comunicaciones y, para colmo, ese día no había ni radio ni luz ni teléfono en ese pueblo. ¿Estaría en su trabajo o con unos amigos? Ninguna respuesta, los teléfonos sonaban y sonaban, los correos electrónicos iban y venían, varios amigos me apoyaban, sugerían cosas diversas; me comunicaba con ciertos funcionarios, algunos muy amigos, muy solidarios y afectuosos; otros, amables y gentiles, me aseguraban que velarían por la integridad de la señora X, funcionaria de tal institución. Cada vez que pronunciaban el sustantivo integridad y el verbo velar me estremecía. Parecían palabras amables y consoladoras, pero por debajo me recordaban instantáneamente las noticias periodísticas en que esas mismas palabras habían sido pronunciadas y las personas aludidas se insertaban en ese espacio incierto que se ha catalogado como el de “la desaparición”. Cuando recapacité, me percaté de mis desatinos: muchos datos negaban la posibilidad de un secuestro, a pesar de que he leído numerosas novelas policiacas y siempre adivino el desenlace. ¿Por qué no los denunciaste, me decían mis amigos? ¿Denunciarlos? ¿Acaso sirve de algo en este país? ¿No escuchamos diariamente que el sistema de justicia en México es el más caro y el más ineficiente del mundo? ¿No ha decretado la Suprema Corte de Justicia desoír a Lydia Cacho, a pesar de las numerosas pruebas presentadas contra el góber precioso y Nacif? ¿Cómo es posible que se haya decretado que las faltas fueron leves y no admitían en absoluto que Mario Marín fuese castigado? ¿Es leve atentar contra la integridad física de una persona, intentar asesinarla, violarla y encerrarla en una cárcel sin ninguna acusación legal de por medio? ¿Cuáles son entonces nuestros derechos como ciudadanos? ¿Es posible, en México, en que la gente y aún sus gobernantes se dicen católicos se tolere la pederastia, los flagrantes abusos sexuales contra menores en distintas regiones de la República con la consecuente impunidad de violadores, secuestradores, militares y narcotraficantes? Hoy en la mañana escuché, en el programa de Carmen Aristegui, una nueva explicación con que la Procuraduría General de la República defiende su actuación contra los narcotraficantes: los numerosos homicidios a los que ya por desgracia nos tiene acostumbrados la prensa son apenas el ajuste de cuentas entre los diversos cárteles de la droga, la procuraduría se lava las manos: una ley darwiniana, decretan los expertos en derechos humanos. Por lo pronto, me ha subido la presión arterial, a mí, que siempre la he tenido perfecta. |
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