El presidente de Estados Unidos, George W. Bush, pidió ayer al Capitolio que apruebe un presupuesto de 550 millones de dólares como “financiamiento de emergencia para otras necesidades críticas de seguridad nacional”, entre las cuales mencionó la “asistencia vital a nuestros socios en México y Centroamérica, quienes están trabajando para vencer a los cárteles de la droga, combatir el crimen organizado y detener el tráfico humano. Todas esas son prioridades urgentes de Estados Unidos, y el Congreso debe financiarlas sin demora”. La partida solicitada se presentó como anexo de una propuesta de gastos adicionales por 46 mil millones de dólares para sostener las intervenciones en Afganistán e Irak.
Por lo que respecta a nuestro país, la idea es que los fondos referidos sean gastados en el contexto de lo que, por similitud con el Plan Colombia, pactado entre Estados Unidos y ese país sudamericano para combatir el narcotráfico y la insurgencia, se ha denominado Plan México. Este convenio de asistencia acordado entre el gobierno calderonista y la Casa Blanca es inconveniente por dondequiera que se vea.
Por principio de cuentas, el hecho de que Washington coloque el combate a las drogas y a la delincuencia en territorio mexicano como una de las “necesidades críticas” de su seguridad nacional implica ya una distorsión injerencista, además de una grotesca exageración. Adicionalmente, que Bush incluya entre las actividades financiadas el “tráfico humano” obliga a preguntarse en qué medida la asistencia estadunidense compromete a México en la persecución de los migrantes centro y sudamericanos que pretenden llegar a Estados Unidos o, peor aún, en el hostigamiento a connacionales que lo intentan.
Por otra parte, la tarea sustancial del acuerdo, el combate al narcotráfico, ha demostrado ser, en sus términos actuales, un empeño costoso en todos los sentidos –descomposición institucional y social, violencia, distorsiones económicas– e insostenible en sus resultados: después de varias décadas de esfuerzos oficiales, la droga sigue fluyendo con normalidad a territorio estadunidense y las organizaciones delictivas mantienen intactos, si no es que incrementados, su poder de fuego y su capacidad de corrupción. La tecnología que Estados Unidos despliegue en nuestro país en el contexto del Plan México será la misma, en el mejor de los casos, que emplea en su propio territorio para contener el flujo de estupefacientes ilícitos; no hay motivo para suponer que al sur del río Bravo esos recursos tecnológicos realicen el milagro que no han podido llevar a cabo en el propio territorio estadunidense y contengan en forma significativa el masivo contrabando de sustancias ilícitas.
A estas alturas, y en tanto no se lleve a cabo un trabajo binacional y multilateral de crítica y autocrítica de la política antidrogas vigente, y en tanto no se reformule de manera radical la estrategia de combate a las adicciones y al trasiego de estupefacientes, es dable suponer que las nuevas medidas no son más que un ejercicio de simulación.
Por desgracia, el que se prepara bajo el nombre popular de Plan México no sólo simula perspectivas de éxito donde hay condiciones ciertas de fracaso, sino que conlleva efectos indeseables en ámbitos distintos al de la lucha contra las drogas: la soberanía nacional y la vigencia de los derechos y libertades fundamentales en territorio nacional. En el primer caso, existen diversos precedentes de la tendencia estadunidense a abusar de mecanismos de cooperación bilaterales para realizar acciones de espionaje, intervenciones encubiertas en la vida política de los países anfitriones y chantajes diplomáticos como el que experimentó el ex presidente Eduardo Samper en Colombia.
En el segundo, basta con ver la desastrosa situación de ese país en materia de derechos humanos y recordar que en diciembre del año pasado el Tribunal Permanente de los Pueblos, sección Colombia, condenó a Estados Unidos por la incidencia de la cooperación bilateral en las violaciones a tales derechos. Casi tres años antes la Federación Internacional de Derechos Humanos destacó que “la influencia bélica ha tenido una serie de efectos nocivos, entre los que se destaca la destrucción de la democracia por fortalecimiento del poder militar que en América Latina se ha distinguido históricamente por la corrupción, las sistemáticas violaciones a los derechos humanos y las graves infracciones al derecho internacional ”.
Por las razones referidas, cabe esperar que el Congreso estadunidense niegue los fondos solicitados por George W. Bush. En México es necesario que el Poder Legislativo haga otro tanto e imposibilite, así sea por la vía presupuestal, la realización de un proyecto de cooperación equívoco, ominoso y gravemente perjudicial para nuestro país. La sociedad, por su parte, debe movilizarse para exigir que se suspenda la aplicación de un acuerdo que sería una tragedia para México.