Cosmopolitismos y civilización Carlos Monsiváis 4 de noviembre de 2007 |
La primera versión del cosmopo-litismo en América Latina surge en la primera mitad del siglo XIX, al aparecer los “ciudadanos del mundo”, aquellos que al mismo tiempo pertenecen a sus países y a la humanidad, que luchan por la civilización y que localizan su segunda patria, la irrenunciable, en el legado cultural de Occidente. Un ciudadano del mundo a semejanza de Domingo Faustino Sarmiento o Ignacio Manuel Altamirano o Andrés Bello, se enfrenta a la barbarie y enumera en voz alta los dones de la civilización en el catálogo del siglo XIX: instrucción obligatoria, ferrocarriles, vías de comunicación, idioma unificado (ya no hablar en la lengua “bárbara de los sectores indígenas”), clima secularizado que se inicia con la división formal de la Iglesia y el Estado, libertad de cultos, libertad de expresión (esta última no muy claramente definida).
El ideal insoslayable: ser un hombre civilizado (lo de las mujeres civilizadas vendrá mucho después, cuando los comportamientos del machismo se declaren actos de barbarie). El término, con su enorme carga positiva, ampara la eliminación de los derechos indígenas y la legitimidad de la lucha contra la naturaleza (el surgimiento de los ecocidios). Todo es civilización aunque sean escasos los cosmopolitas, los que viajan, sueñan en varios idiomas y se urbanizan. Se extiende la segunda nacionalidad, la del habitante de las grandes ciudades que se urbanizan y toman clases de urbanidad en libros como el Manual de buenas costumbres de Carreño, que recomienda poses decorosas a guardar durante el sueño. Todos los cosmopolitas son urbanos aunque, ni de lejos, no todos los urbanizados son cosmopolitas.
¡Qué responsabilidad de las palabras clave!: influyen o deciden comportamientos, son el espacio simbólico y real de los cambios y la resistencia a los cambios. (Tradición y civilización, cuántos crímenes se comenten en su nombre), evitan la definición continua con sólo invocarlos, son objeto de orgullo o denigramiento. Si cosmopolita es un término de uso más bien restringido porque el requisito de los viajes afecta a muy pocos, y porque sin viajes no se acredita bien la mentalidad transnacional, sí es un elogio a manera de medalla muy honrosa en las últimas décadas del siglo XX. Escribe Rubén Darío:
Y muy siglo XVIII y muy antiguo,
y muy moderno, audaz, cosmopolita;
con Hugo fuerte y con Verlaine ambiguo
y un ansia de ilusiones infinita.
En el periodo de la radicalización cuya cumbre es la Guerra Civil española donde la gran mayoría de intelectuales y artistas se pronuncia a favor de la República, el término cosmopolita se margina o incluso se vuelve sinónimo de ausencia de compromiso. ¿Quién requiere a un cosmopolita entonces si la lucha contra el nazi-fascismo lo envuelve todo?
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Lo que sí continúa y de modo muy intenso es la buena fortuna de la palabra clave “civilización”. A lo largo del siglo XIX a las sociedades iberoamericanas las une el peso y el sentido de la Historia, el pseudónimo estricto del Juicio Final, sin infierno pero con dotación de olvidos y desprestigios. La Historia, el otro nombre del anhelo de estabilidad, pasa por el desarrollo educativo y cultural, las constituciones de la República, los códigos civiles y penales, las vías de comunicación, la exasperación liberal y conservadora ante el peso de lo indígena, la mitificación del mestizaje, el afianzamiento de los prejuicios raciales y el racismo, el ritmo de las migraciones, el frágil equilibrio entre lo que se quiere y lo que se tiene.
Y la Historia, también el equivalente de destino, dispone de un acervo de signos de enlace e identidad: los héroes, que hacen las veces de comunicaciones libertarias, versiones a escala del proceso de Cristo y las esperanzas mesiánicas. En el repertorio de paladines se funda la cultura común: Bolívar, San Martín, Hidalgo, Morelos, Mina, Artigas, Caupolicán, O’Higgins, Juárez, Martí, Céspedes... Ellos, con su esfuerzo y, casi obligadamente, con su martirio, crean psicológica y culturalmente la categoría única: el ideal del habitante del país independiente, ya no sujeto a monarquía alguna, aunque todavía distante del ejercicio de sus derechos. Y los héroes, también, en sus derrotas y frustraciones, detallan cada uno a su modo las dificultades para integrar a las naciones (muy pocos emblematizan, como Benito Juárez, victorias irrefutables). Los héroes son la vanguardia irrepetible de la civilización que, muy pronto, no los considera necesarios.
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A principios del siglo XX predomina en América Latina el analfabetismo. La insistencia en la alfabetización es asunto de la generosidad de liberales y revolucionarios, y del proyecto de industrialización que exige de los trabajadores una comprensión mucho más precisa de lo que ocurre. Gracias a tal énfasis, por unos años se le concede al magisterio un sitio elevado (el ejemplo: dos maestros por antonomasia, José Vasconcelos en México y Gabriela Mistral en Chile). A la fórmula de Sarmiento “Civilización o barbarie” se responde en forma unánime en su nivel espiritual: la civilización es una suma de libros, sinfonías, personajes ilustres, grandes obras de teatro, rescate del pasado indígena, etcétera. La barbarie es el atraso, el analfabetismo, el desconocimiento del valor superior de la cultura occidental. Y esto permanece no obstante el avasallamiento de los gobiernos de mano fuerte, y el escasísimo o nulo valor concedido a la democracia.
En la primera mitad del siglo XX, hablar de la cultura en América Latina es afirmar el corpus de la civilización occidental más las aportaciones nacionales e iberoamericanas; es hablar del conocimiento y de la literatura centrada en lo poético. No obstante el antiintelectualismo prevaleciente, la devoción por el saber es muy grande, y el lema de la Universidad Nacional Autónoma de México, “Por mi raza hablará el espíritu”, creado por Vasconcelos, admite y exige la siguiente traducción: los únicos autorizados para hablar a nombre de la raza (el pueblo) son los depositarios del Espíritu, los universitarios, la gente letrada. Guiados por esta fe en los poderes de la minoría autoelegida, civilizada y cosmopolita, los grupos de intelectuales y artistas producen obras con frecuencia notables, y señalan rumbos del gusto artístico y literario, crean, investigan, buscan, salvan lo rescatable de la tradición (no demasiado, no poco). Se les acusa de artepuristas, descastados, cosmopolitas (la virtud como pecado), esnobs. Están más allá de su tiempo y eso lleva a definir su tiempo como lo propio de lo renuente al gusto moderno. En la mitología cultural permanecen los nombres de las revistas en donde se agrupan: Sur de Argentina, Orígenes de Cuba, Contemporáneos de México, Asomante de Puerto Rico.
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La civilización se enfrenta al nazi-fascismo, y en el campo cultural un adversario específico es el abandono o el rechazo de las humanidades. En un alegato conmovedor, en un texto de homenaje a Virgilio, Alfonso Reyes escribe: “Pido el latín para las izquierdas, porque no veo el objeto de dejar caer conquistas fundamentales”. No lo oyen las izquierdas y muy pronto tampoco lo escuchan los conservadores. Es la hora de la modernidad que redefine la civilización, o la encauza por otras vías. Y en donde no tiene mucho valor de uso el cosmopolitismo.
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