La invención del miedo
Resulta inquietante que Afganistán aparezca una y otra vez en los escenarios calculados para la conflagración “definitiva” entre el bien y el mal. En la ficción pura, con relativa frecuencia (por ejemplo, Iron Man). En la realidad (o ficción impura) creada por el poder de Wa-shington, aparece permanentemente desde los años 80. Es el escenario del miedo.
Pero el logro del siglo lo constituye el éxito de los dueños del poder nuclear, los neoconservadores (neo-con) que se apoderaron de Washington al traer el miedo a casa (la de sus votantes, reclutas y consumidores de sus mentiras). Tomaron el gobierno para calentar el dedo sobre el botón rojo.
Desde la pasada guerra fría de Ronald Reagan vienen inventando cuentos (“fantasías” la mismísima CIA dixit una y otra vez, y mira quién habla), y tal vez ya se los creyeron. La banda que rodea a George W. Bush no es de iluminados, pero se comporta como si lo fueran. El documental El poder de las pesadillas. El ascenso de la política del miedo, de Adam Curtis (BBC, 2004) describe de manera muy didáctica tal “asalto” al poder estadunidense.
Se identifica usualmente a sus miembros como discípulos del extravagante filósofo ultra conservador Leo Strauss, y se les llama “neo straussianos”, al atribuirles una consistencia filosófica que no tienen ni pretenden tener. Los Rumsfeld, Wolfowitz, Chenney, Pearle, Ashcroft, Ridge o Irving Kristol son ambiciosos, cínicos e impunes. Con engaños destruyen naciones enteras. Y son eficaces en su renovación de generacional (Karl Rove, William Kristol, Sarah Palin).
Su secreto capital no es la industria bélica en sí, ni el suministro energético, ni el mercado global bajo sus patrones de consumo. La industria básica es el miedo, que los transforma en “valientes” defensores de su país. “Déjate cuidar, yo te quito a los terroristas (antes comunistas) del camino”.
Con la franquicia “Al Qaeda” construyeron una fantasía sensacional. De un grupo casi inexistente montaron al Gran Satán, con “células durmientes” hasta en Disneylandia y cómplices en “50 o 60 países”. Inflaron a Osama Bin Laden. Y mordió el anzuelo. Sabían con quién trataban; él y sus jihadistas o freeedom fighters despegaron de la mano de ellos, los estadunidenses que antes los contrataron para fastidiar soviéticos. En Afganistán, dónde más.
Con el tiempo, e indigestos del Corán, los jihadistas se fueron clavando en depurar la “inmoralidad” del mundo. Y concluyeron, en espejo, que el Gran Satán es Estados Unidos (y su impacto en los propios países islámicos, “podridos” por la influencia occidental). Una vez conseguido el odio jurado de los jihadistas, el poder de Washington procedió a instaurar una guerra sin fin contra quién sabe quién, allá lejos, en los desiertos de Irak y las montañas de Afganistán, desde que el 11 de septiembre de 2001 se sacó la lotería.
Impermeables a todo, y alcanzados como todos nosotros por evidencias terrestres irrefutables, como el calentamiento global (esa cadena de colapsos ambientales que ellos interpretan como “la mano de Dios”), los neo-con tienen una corta visión del futuro. Mientras haya profit de por medio, vale la pena llevar la mierda hasta la virginidad de Alaska. La gente que les cree supone que estos neo-con les cuidan el futuro, aunque bombardeen inaccesibles montañas en Tora Bora (hasta el nombre es peliculesco). También bailes pueblerinos en Afganistán, Pakistán o Irak, pero eso no lo televisan. Y esporádicos los enfrentamientos directos con la resistencia iraquí o talibán.
Con calculada eficacia, los neo-con se aseguraron de armar adecuadamente al Satán en turbante. Para que tuviera parque. Si no, ¿cómo escalar la fabricación de armas, la militarización extensiva, la bonanza de Lockhead Martin?
Pero los pueblos que habitan los desiertos del “mal” no cuentan ni a la hora de levantar sus cuerpos. Nadie les pide su opinión. Tanto Washington como los jihadistas los reducen a “daño colateral” o población a ganar (mentes y corazones). Aunque al menos el imperio parece poco interesado en ganar afganos; en Vietnam y Guatemala lucía más entusiasta.
De momento el blanco está en Teherán, y el Cáucaso revienta. Pero en la temible ficción de Washington, Afganistán es la última reserva del miedo.
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