No hay autoridad moral pero esta República no la necesita
¿Quién le teme a la autoridad moral? Carlos Monsiváis 16 de diciembre de 2007 |
El triste y patético “triunfo” del gobernador de Puebla, Mario Marín, en la Suprema Corte de Justicia (de aquí en adelante la Suprema), además de las consecuencias que, por ahora, favorecen levemente (o ni eso) la impunidad del góber precioso y su red de instituciones —y en cuanto a repercusiones éticas y políticas muy negativas para la Suprema y Marín— posee una virtud: ilumina a fondo la definición del desprestigio en la clase gobernante. En estos círculos consideran la mala fama política y jurídica un hecho a fin de cuentas intrascendente al depender de una entelequia, la memoria de los pueblos, y de un imposible: la retención de los hechos muy notorios más allá de un tiempo mínimo. En el futuro —ésta es la moraleja— todos los escándalos tendrán derecho a hospedarse en la memoria durante 15 minutos, no más.
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El acervo de autoridad moral de un político nunca ha sido un tema en verdad significativo. A lo largo de la era del PRI (1929-2000) sólo un escándalo mayúsculo precipita la caída de un gobernador, un líder sindical, un senador o diputado, un magistrado. En tanto técnica, el cinismo es la risa que se burla a un tiempo de las pretensiones de la impunidad (la metamorfosis: “Esa mañana el gobernador Gregorio X despertó y se vio convertido en una persona irreprochable”) y de la protesta en nombre de la justicia, algo sintetizable por la burla con el nombre de una pulquería: “El triunfo de me estoy riendo”. El corolario está a la vista; en rigor, la ética o la moral, son alucinaciones de la debilidad de los opositores, la única moral que se percibe es concedida por el sistema, así de abstracto el tema y si se quiere que se le atienda necesita del sello presidencial.
De hecho, en la era del PRI el término autoridad moral no se toma en cuenta, ¿para qué? El poder no requiere de adjetivos. En el filme La Zandunga, una y otra vez el alcalde de Tehuantepec (el magnífico Joaquín Pardavé) blande el bastón de mando y grita: “A callar, yo soy la autoridad”. ¿Se requieren imágenes más justas?
Sólo la derrota del PRI le abre espacio al concepto autoridad moral, al principio una intrusión de la retórica en los terrenos de la real politik, y luego, la idea que cobra fuerza y sentido ante el atropello múltiple de la clase gobernante y el saqueo desconsiderado uno de cuyos nombres es Vicente Fox, hoy malamente defendido por un puñado de sus guardaespaldas verbales, que ven inocencia y chismes donde hay perfidia cerril. El deseo de impunidad de seres tan portentosamente elementales como Fox, Marta Sahagún y los empresarios y políticos de este tiempo, impulsa la fortuna y la necesidad del término autoridad moral.
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¿Qué es a fin de cuentas la autoridad moral si no la aspiración de reglas de un gobierno alterno, así sean las normas ideales de la sociedad civil? Sin que se precise, porque el asunto es abstracto y concreto a la vez, la autoridad moral es el sello de garantía de la opinión pública, la expresión que habla de la realidad opuesta a las decisiones de la clase gobernante que califica a la realidad de rumor no verificado.
A lo más que se llega en la era del PRI es al juicio virtual: “Fulano tiene fama de corrupto” es decir, “Fulano tiene fama que sus acciones delincuenciales no le quitan lo exitoso y lo intocable”. Sin más, hablar de “tiene fama de...” es lamentar la impunidad. La exhibición de las fortunas certificaba el éxito, y esto desvanecía “los pecados del mundo”. El ex presidente Emilio Portes Gil lanza en la década de 1940 la frase: “Cada gobierno arroja su tamalada de millonarios”, y esto más que una sentencia en la pared equivale a la corona de laureles: “A mí que no me den, pónganme donde hay”, es decir, “ustedes sostengan la impunidad que yo voy y cobro mi quincena”.
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La salida —muy a medias, como se ha visto— del PRI de Los Pinos, antiguo sinónimo del presidencialismo, intensifica la exigencia de autoridad moral ante el conjunto de hechos, situaciones, casos y revelaciones de la ilegalidad, que parecen no concluir ni aminorar jamás y que hoy sostienen numerosas oportunidades por el PRI y el PAN, vueltos una sola entidad de acciones de ocultamiento.
Revísese una lista parcial de victorias de lo impune: Fobaproa, IPAB, El Divino Isidoro Rodríguez, Carlos Cabal Peniche, Mario Marín, Ulises Ruiz, los gobernadores acusados de su colusión con el narcotráfico, los funcionarios panistas acusados de actos corruptos que reaparecen en la siguiente administración (Dios protege a los suyos), etcétera, etcétera. Y el cinismo si no la desvergüenza (ese cinismo que no pretende el sentido del humor), formula en los hechos una pregunta: “¿Cómo quieren seguir en política los que en verdad posean autoridad moral?”.
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Véase el “expediente” de la Suprema Corte de Justicia. En el siglo XX es sinónimo de la comparsa del poder presidencial. Todo a la orden:
El presidente de la Suprema acepta de inmediato acompañar en todos sus viajes internacionales al Presidente de la República y, si se requiere, canta sus alabanzas, y si no se requiere también.
Sin tregua, la Suprema deja que se acumule el polvo de los siglos (casi literalmente) sobre los expedientes de las denuncias de, digamos, ejidatarios y pequeños propietarios despojados, y sus fallos se producen siempre en contra de los demandantes, no sólo por la corrupción de los ministros (Dios me libre de eliminar la sospecha), sino porque esa es la función de la Corte, acrecentar el infortunio de los débiles.
En los regímenes de Adolfo López Mateos y Gustavo Díaz Ordaz, la Suprema alcanza el cielo de su desfachatez y protege y bendice las represiones y los “juicios” que transforman la inocencia probada en prisión a mediano o largo plazo. Por ejemplo, a los dirigentes ferrocarrileros, acusados en 1959 de “disolución social”, se les encarcela durante 11 años y medio.
Las sentencias ignominiosas de la Suprema se suceden ritualmente, y nada acontece porque: a) los artículos en la prensa marginal y las protestas de la izquierda ni se ven ni oyen, y b) porque las instituciones no están allí para aplaudir (si algo no levita es el prestigio de la Suprema), sino para convertir la mediocridad, la corrupción y la estulticia en monumentos virtuales. No hay autoridad moral pero esta República no la necesita. ¡Ah, el Poder Judicial!
Sin embargo, en el caso de Mario Marín, cuatro ministros se oponen a la impunidad, y este precedente importa sobremanera.
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