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Informe o reality show
HACE 18 AÑOS, llegado a la Presidencia de México en el peor de los escenarios posible en la era de civilidad institucional, Carlos Salinas de Gortari había logrado el control de las variables políticas que le permitieron iniciar lo que llamó reformas estructurales, terminar su mandato y entregar la estafeta, así sea ensangrentada, a Ernesto Zedillo Ponce de León. “Alianza estratégica” con el Partido Acción Nacional, que sofocó la resistencia del ex candidato presidencial Manuel de Jesús Clouthier del Rincón contra el fraude electoral -a cuenta de una amañada carta de intención de reforma del régimen electivo-, entrevista secreta con el ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano, primera víctima voluntaria del fraude; golpes mediáticos contra los charros sindicales Joaquín La Quina Hernández Galicia y Carlos Jonguitud Barrios y, sobre todo, la comprometida y cumplida promesa de concertacesiones electorales al panismo, le permitieron a Salinas de Gortari llegar a su primer informe de gobierno en una atmósfera de relativa calma.
¿Qué mecanismos operaron para que un “presidente” ilegal e ilegítimo -un usurpador, pues, - que nunca jugó -ni ganó finalmente- una elección constitucional, lograra esa perversa hazaña? En primer lugar, el apoyo irrestricto de la Casa Blanca. En segundo, su experiencia gubernamental que, desde la Secretaría de Programación y Presupuesto (caja grande del erario público), le facilitó oscuras negociaciones con agentes de la oligarquía económica y con maleables dirigentes de partidos del Frente Democrático Nacional (FDN) que en el 88 logró erigirse como segunda fuerza electoral. En tercero, la contratación de un staff de experimentados e inescrupulosos políticos capaces de cooptar al más remiso de los opositores, entre ellos al propio Clouthier del Rincón. Y, en cuarto lugar, acaso el primero, su personal e infinito poder corruptor. El ideólogo panista Carlos Castillo Peraza llegó a definirlo como “un hombre que cumple su palabra”.
No hace falta decir que el presidente Felipe Calderón Hinojosa adolece de un múltiple déficit en aquellas asignaturas: A su audacia para tomar posesión -con nocturnal y secreto ceremonial en Los Pinos previo a su asistencia a San Lázaro-, no correspondió un mensaje político convincente de reconciliación nacional. Como se ha comprobado reiteradamente, Washington le regatea el espaldarazo en cuanta oportunidad se le presenta.
En vez de acometer de inmediato la negociación de una reforma electoral -señuelo al que no se resiste la burocracia partidista-, se enfrascó en una cruzada policíaca sin inteligencia ni estrategia, por eso frustrada. Descuidó, en la integración de su gabinete, la selección de cuadros avezados en el toma y daca de la concertación política, a grado tal que hasta los dirigentes de su propio partido actúan como sus primeros adversarios, sin contar con que, el sector empresarial, su aliado en campaña, prefirió el reclutamiento de agentes especiales para cabildear con los poderes Legislativo y Judicial.
Entre los factores que impiden a Calderón Hinojosa su legitimación, están su declaración
de fidelidad a los custodios del modelo neoliberal. Su precaria capacidad para sentar a la mesa, ya no a los líderes de la Alianza para el Bien de Todos o del Frente Amplio Progresista, sino a los del PRI que, al menos en voz de sus coordinadores parlamentarios, originalmente expresaron voluntad de compromiso. Sus inexplicables pactos con los depositarios del corporativismo sindical más corrompidos. Su condescendencia hacia gobernadores represores que le han valido el escrutinio condenatorio de los organismos defensores de los Derechos Humanos nacionales e internacionales. Su ambigua política exterior que, de entrada, lo puso de espalda a los gobiernos latinoamericanos, etcétera.
Por eso, cuando la pregunta generalizada es de qué va a informar a la nación el próximo 1 de septiembre, la respuesta, también generalizada, se queda anclada en la suspicacia o el escepticismo.
De ahí que resulte un tanto chocarrera la desafiante actitud presidencial, que reta a convertir la antes solemne sesión de Congreso General de esa fecha en un reality show más a modo de los jefes de piso de las televisoras, que de un debate constructivo y productivo con sus contrapartes que, en número y habilidades exclamatorias le sacan ventaja. No es casual que el tema de moda en los medios sea el estéril debate sobre “el formato del informe”, constreñido por el texto constitucional referido a ese mandato. La República está de suyo pasmada por la alarma provocada por los inquietantes acontecimientos de los últimos tiempos, como para humillarla con frivolidades. Es hora de portarse serios. No es ésta una graciosa concesión: es un imperativo de Estado. No atenderlo enervará los peligros para la gobernabilidad democrática. Desencadenada la ingobernabilidad, no hay retorno pacífico. Así de sencillo.
VP
jeudi 16 août 2007
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