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LE NOUVEAU GOUVERNEMENT MEXICAIN EST ENTRE EN GUERRE SAINTE CONTRE SON PROPRE PEUPLE. ARRESTATIONS ARBITRAIRES D'HOMMES POLITIQUES COMME DE SIMPLES PASSANTS QUI AVAIENT LE MALHEUR DE SE TROUVER AU MAUVAIS ENDROIT AU MAUVAIS MOMENT, GENERALISATION DU VIOL DES PRISONNIERES, DE LA TORTURE Y COMPRIS SUR DES ENFANTS DE HUIT A DOUZE ANS , CENSURE DE TOUTE OPPOSITION... LA LUTTE NE FAIT QUE COMMENCER. El nuevo gobierno mexicano a entrado en guerra santa contra su propio pueblo. Imposición, traición, doble discurso, ruptura del pacto social, ningún respeto por los derechos humanos con la consiguiente tortura, prisión, muerte de luchadores sociales e inocentes. Censura y desprecio por la cultura y la educación.... LA LUCHA COMIENZA.

mercredi 31 mars 2010

Ciudad Juárez, viaje al fin del neoliberalismo


lo que siempre hemos pensado:

Ciudad Juárez, viaje al fin del neoliberalismo

Brecha


El sueño de la industrialización neoliberal se transformó en pesadilla. Ciudad Juárez, la de las maquiladoras y los feminicidios, frontera entre el norte y el sur del mundo, es hoy la ciudad más violenta del planeta. En los últimos dos años la guerra entre narcos, en la que está involucrado el ejército, ya causó 4.600 muertos y 100.000 refugiados.

LLEGANDO A CIUDAD JUÁREZ desde el sur, la última hora de avión muestra con creciente angustia uno de los desiertos más áridos del mundo. No era así antes, cuentan los pocos lugareños autóctonos. Juárez tenía 30.000 habitantes en 1930, 300.000 en 1970, 1,5 millones en 2000, y perdió varias batallas por el control del agua del Río Bravo con El Paso, que desde 1848 pertenece a Texas.

Del viejo y fértil valle de Juárez quedan apenas los topónimos. Entre ellos está el “Campo algodonero”, donde en 2001 se encontraron los restos de ocho mujeres víctimas de “feminicidios”. En noviembre pasado la Corte Interamericana de Derechos Humanos condenó a México por “indiferencia”: las mujeres violadas y asesinadas, jóvenes de clase humilde, no valían nada. Desde los años sesenta, y más aun después del tratado de libre comercio con Estados Unidos de 1994, llegaron a Juárez infinidad de mujeres para trabajar en las maquiladoras, las fábricas exportadoras de propiedad extranjera con regímenes fiscales especiales, bajos sueldos y escasos derechos, pero con la esperanza de un futuro mejor.

Las muertas no valían nada, como nada valen los 4.600 cadáveres que contó Juárez desde inicios de 2008, cuando comenzó la guerra entre narcos por el control de la ciudad entre los cárteles de Juárez y de Sinaloa y llegó el ejército a jugar su propio partido. Cuenta a Brecha el periodista de El Universal Ignacio Alvarado que “el 65 por ciento de ellos son menores de 25 años e hijos o nietos de obreras de maquiladoras”. Ese dato, además de trazar un perfil etnográfico de la masacre actual, atestigua el fracaso de un modelo de desarrollo. Elizabeth Ávalos, sindicalista, ex obrera en las maquiladoras, confirma: “hoy vive en Juárez medio millón de jóvenes a los cuales el modelo neoliberal no ofrece nada, ni educación, ni salud, ni trabajo y ven en el narco la única posibilidad de ganancia y de reconocimiento social”. Captados por los cárteles, son perseguidos por el ejército, que los ajusticia, secuestra, tortura y mata o arreglan sus cuentas a tiros. Esto en un contexto sin ley donde la quiebra del sistema judicial va más allá de la impunidad, y hay apenas 150 expedientes judiciales abiertos.

¿Y los otros 4.450 cadáveres?, pregunta Brecha al jurista Óscar Maynez: “Si el asesinato se cometió con armas automáticas o semiautomáticas se da por descontado que se trata de un ajuste de cuentas entre narcos, y ya no se procede”. Otro testigo, que prefiere el anonimato, calcula: “En 2008, el 80% de los muertos fue asesinado por la tropa de ocupación [el ejército]. El porcentaje bajó algo en 2009 porque hubo la contraofensiva de los narcos locales, desplazados pero no derrotados”. Los organismos de derechos humanos comprobaron la responsabilidad de los militares por lo menos en cinco casos de desapariciones de personas y hay cientos de denuncias por crímenes cometidos por uniformados. “En Juárez –sigue el testigo- no hay una guerra entre narcos en la cual el Estado llega a restaurar el orden sino una masacre cometida por el ejército enviado para sustituir un cártel por otro más controlable”. Aquí la pretensión punitiva del Estado ni siquiera caducó por ley. Simplemente el Estado renunció a castigar, porque está involucrado en la violencia.

Así, comenta Maynez, matar se volvió la mejor manera de solucionar asuntos prácticos: “Si le debes 20.000 pesos (unos 1.700 dólares) a alguien te sale más barato pagarle 3.000 pesos a un sicario. Librarse de una esposa o una amante molesta hoy día es muy fácil. Hace poco mataron en su cama a un ex chofer que había quedado tetrapléjico en un accidente de tránsito. Todo indica que lo mató su patrón para no indemnizarlo, pero no hay ningún expediente abierto por este asesinato”.

Tampoco hay un expediente abierto por la muerte de Alfredo Portillo, el yerno de Marisela Ortiz, dirigente de Nuestras Hijas de Regreso a Casa. Marisela, que recibe a Brecha en la escuela donde da clases, está considerada la “madre de Plaza de Mayo” juarense por su lucha contra los feminicidios. Alfredo, como el docente universitario Manuel Arroyo, el dirigente campesino Armando Villareal, el periodista Armando Rodríguez, Josefina Reyes y otros siete defensores de los derechos humanos, junto con anónimos militantes de los movimientos sociales u organizaciones barriales, sindicalistas, estudiantes, jóvenes inconformes, integran la lista de las decenas de “homicidios políticos” en Juárez que ni el Estado ni los medios admiten ni investigan.

Los asesinatos de estos luchadores sociales se atribuyen falazmente a “balas perdidas” o a “asuntos privados”. “Algo habrán hecho”, se dice de ellos. Los responsables de esos crímenes no son, a menudo, ni narcos ni delincuentes comunes, sino el propio ejército. Para los organismos de derechos humanos está comprobada la responsabilidad de los militares por lo menos en cinco casos de desapariciones de personas, y hay cientos de denuncias por abusos cometidos por uniformados.

MODERNIDAD. Juárez es enorme. El espacio de la urbanización hacia el desierto no tiene límites. Las grandes avenidas son recorridas por decenas de patrullas del ejército y de la policía federal. Cada camioneta carga ocho hombres con pasamontañas, armados hasta los dientes y que apuntan en todas direcciones. Camuflados van los militares, casi de negro los policías federales. Su presencia es agobiante, y los retenes bloquean el tránsito de una ciudad donde el deseo de normalidad choca con la realidad. No habían pasado dos horas de mi llegada a la ciudad y ya me bajaron del auto para una revisión corporal a cargo de militares armados.

La mayoría de los autos particulares no tiene placas, pero sí vidrios polarizados, contribuyendo a acrecentar la constante sensación de inseguridad. Por las calles circulan viejos autobuses estadounidenses que vinieron a terminar sus vidas en Juárez. Las caras de los pasajeros sintetizan los distintos pueblos indígenas de todo el país. Cualquier viaje se hace largo entre fraccionamientos habitacionales, grandes centros comerciales y enormes lotes baldíos que se encuentran también en zonas céntricas o semicéntricas. Para llegar a su trabajo los habitantes de estas zonas pierden horas. Seguramente muchos de ellos formaron parte de las importantes luchas comunitarias que tuvieron lugar años atrás para acceder a los servicios básicos. Luz, agua y poco más es lo que quedó del “sueño juarense”.

El urbanista colombiano Edwin Aguirre, investigador del Colegio de la Frontera Norte, ofrece una interesante clave de lectura: “Desde los setenta Ciudad Juárez multiplicó por cinco su población. En estas cuatro décadas no se abrió ni siquiera una escuela preparatoria. Quedan las que había en los años sesenta”. La preparatoria, en el sistema escolar mexicano, equivale al liceo y da acceso a la universidad. Queda claro que ni siquiera se pensó que los inmigrados de primera y segunda generación pudieran ascender socialmente llegando a tener estudios universitarios. “Nunca se los concibió como ciudadanos –comenta Óscar Maynez– y la ciudad entera fue creciendo atendiendo a los intereses de unas pocas grandes familias.”

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