Cronopiando
Ir de visita a los Estados Unidos se ha convertido en un deporte de alto riesgo, en una siniestra lotería que puede transformar las vacaciones de cualquier turista en una pesadilla al mejor estilo de Hollywood.
Y no lo digo únicamente por las probabilidades que tiene, quien se aventure a visitar ese país, de ser baleado por un escolar arrebatado o un desquiciado pistolero, o el peligro de que se venga abajo el puente sobre el que pasa o se le inunde la ciudad en la que duerme o se lo lleve un repentino tornado o lo calcine un voraz incendio o muera atragantado con una galleta Prezzler.
El principal peligro, el verdadero riesgo, se corre en sus aduanas, cuando el visitante llega frente a los funcionarios de migración y pone en sus manos su identificación, pertenencias e intención de visitar los Estados Unidos.
Ya no es suficiente, al parecer, con quitarse los zapatos, el cinturón, la prótesis incluso, enmudecer todas las alarmas que amenazan pitar, vaciarse los bolsillos, desnudarse, entregar los documentos exigidos, presentar el boleto, las acreditaciones personales, el visado oportuno… Según se denunciaba en estos días, en las aduanas estadounidenses también revisan información personal de los ordenadores portátiles, exigiendo la contraseña a quienes les infundan sospechas. Ni que decir tiene que los requisitos necesarios para convertirse en sospechoso pertenecen al secreto del sumario.
Recientemente, la Fundación Frontera Electrónica y el grupo de derechos civiles Asian Law Caucus, presentaron en San Francisco una demanda contra el Departamento de Seguridad Nacional para que revele cuáles son los procedimientos y qué información se recopila.
La respuesta negaba cualquier tipo de discriminación racial y se amparaba en la amenaza terrorista para justificar la inspección de ordenadores.
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