Calderon MACBETH
Reforma De la comedia a la tragedia |
6 Jul. 07
Para Laura Valverde.
Hace un año que yo tuve una ilusión, dice la canción mexicana, que viene ahora al caso. No nos detengamos en el folclor y vayamos a las cosas serias, a Shakespeare, el escritor capaz de penetrar en los remordimientos del hombre con una facilidad insoportable. Felipe Calderón le habría proporcionado un material de primerísima calidad de haber sido su contemporáneo o, sin serlo, de haber conocido su caso.
No todos los hombres pueden vivir tranquilos cuando su conciencia les recuerda sin parar cómo se apoderaron, junto con unos cómplices peores que el autor del hecho, de lo que no les pertenecía. Pueden alegar cuanto les venga en gana, pueden afirmar apoyados por el aire reservado y triste de sus valedores que un voto es una diferencia decisiva y el 0.5 por ciento declarado por el traidor de la comedia constituye un mundo que para sus adentros vale un futuro. Como todas las comedias, en el fondo del escenario se mueven sin gracia los malditos, llamados a aplaudir en algunos actos y escenas, en la Cámara de Diputados y en el Senado cada vez que se les ordena y paga, cuando hacen un viaje a un país lejano para discutir un problema local o presentar una pregunta indiscreta. De ahí no pasan. Todo esto se apoya en un director de escena, llamado coordinador, obligado a mantener a los malditos en orden, de manera tal que el primer actor pueda acusar a un sector de haber creado envidias, odios y malestares que ya se han aplacado si no eliminado, aunque el remedio salió caro. Los coordinadores en algunos momentos cantan en coro aunque les tiembla la voz cuando la letra de la canción pide dinero a un público cada día más reticente. Incluso los patrocinadores de la obra ya han amenazado con retirarse.
La comedia ha dejado su carácter ligero y divertido para entrar de lleno en el drama, con la regla de las tres unidades impuestas en el teatro griego.
El tiempo por ahora se reduce a un año, que se ha ido en tanteos, exploraciones, consultas y algún viaje que otro, todo ello sin poder hablar de un solo éxito. Cuando se ve obligado a tomar la palabra, como en este momento, cuando el Senado de Estados Unidos ha aplazado sine die una posible ley de inmigración, no encuentra ni el tono ni las palabras. No está de acuerdo con la decisión, es incapaz de evaluar las consecuencias y ni siquiera tiene una expresión de aliento para quienes quieren buscar una vida mejor al irse de su país, lo que quiere decir que la vida para estas personas, en México, es mala. El país no tiene nada que ofrecerles. Habló durante su campaña electoral de acabar con la miseria. No le queda en sus nuevos tiempos sino refugiarse en un futuro místico, donde por arte de magia se resolverán todos los problemas. Para eso tiene primero que terminar su gobierno. Sólo después habría posibilidades y oportunidades por lo pronto ausentes: el tiempo juega contra él.
Pero no sólo el tiempo. Pocas veces se ha conocido un gabinete más gris en Los Pinos. Se debe señalar en primer lugar que en Los Pinos, como todo el mundo sabe, no reside, ni siquiera trabaja, el gobierno. Por lo tanto, se rompe otra de las unidades, la de acción. No se trata de una perogrullada sino de señalar que el señor Calderón no tiene un control directo, cotidiano sobre su gobierno, del cual, en estricto formalismo jurídico, no forma parte el Partido de Acción Nacional, su partido, aunque su adjetivo positivo no es correcto, pues ese partido no le pertenece, sino que ni siquiera le obedece, y llega uno a preguntarse si le consulta de vez en cuando. Puede reunirse en León, elegir consejeros, delegados y cuanto se le antoje, es bien claro que el PAN anda por su cuenta. Por lo pronto el antiguo Presidente, Vicente Fox, se agita intrigando en Madrid con el jefe de la oposición española. El grupo residente en Los Pinos, encabezado por Mouriño, es seguramente fiel al señor Calderón: como los fieles a Macbeth estaban encerrados en espera de que llegara la sombra de Duncan. La sombra de Duncan no es más que la conciencia de cualquiera de ellos: no hay uno solo que no tenga dudas sobre la elección y la legitimidad del hecho que los llevó allá. El primer aniversario, pese a la conversión del secretario del Trabajo, se les cayó al río. Encerrados entre ellos, lamiéndose las heridas, viviendo en una soledad y un abandono desolador, ven con angustia los años que les quedan pese a los gritos de ánimo que se dan con la ayuda de unas encuestas desmentidas por el artículo que se publica al lado.
La tercera regla del teatro griega se refiere al lugar. Aristófanes no conoció el Zócalo, los teatros donde presentaba sus obras, de una hermosura sin igual, heredada por Roma, no pudieron reunir las multitudes que convoca López Obrador, queriendo o sin quererlo, en verdad sorprendentes, como no se habían conocido antes. El fervor manifestado por las personas presentes es la auténtica novedad.
En México estamos acostumbrados a la masas convocadas por los empresarios políticos, tristes manadas manejadas por quienes escrutaban las listas de asistentes y ponían cruces al margen. Eso sí que quedó atrás. Si hace un poco más de un año se gritaba que desde el DDF se movilizaba, ahora el problema es otro, de explicación más complicada: quienes llenaron no la plancha sino el Zócalo de lado a lado, fueron a expresar no sólo su simpatía por quien fue y seguramente es su candidato, sino su ira por lo que aún siguen creyendo un fraude. No es, como se pretende, la muerte de la democracia sino una nueva forma de expresión democrática: son las ganas de hacerse presente, que contra el pensamiento de la derecha nacional saben que la democracia va más allá de voto.
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