La suprema corta
La disculpa que se devora a sí misma
Carlos Monsiváis
23 de diciembre de 2007
La decisión de la mayoría en la Suprema Corte de Justicia a favor de la eliminación de algunos cargos fundamentales contra el gobernador de Puebla Mario Marín, ha precipitado lo que, en frase no sé si tropical, podría considerarse “un alud de nieve”. Quizás la reacción menos comprensible es la de los seis ministros exculpadores del mandatario poblano, que les dan la razón a los críticos y se la quitan de inmediato. El más combativo o, si se quiere, el más “mañosamente” a la defensiva, es el magistrado Guillermo Ortiz Mayagoitia, presidente de la Suprema (C de J), cuyo alegato le da la oportunidad de recapturar el título de jurista-en-residencia. Las citas son textuales (versión estenográfica de la SCJ, 14 de diciembre de 2007).
La defensa a mano, ni la mayor ni la peor, la única, es el ataque.
Se conduele el ministro: “Al resolver el caso relacionado con el gobernador del estado de Puebla, un gran descontento y frustración se hicieron sentir en diversos medios y foros públicos. Equivocadamente, se atribuyó a la decisión un efecto absolutorio que no tiene”.
Lo que es retroceder sin avisarle a la pared que se eche pa’trás. El ministro admite “el gran descontento y frustración”, y localiza luego, luego, al culpable: la ignorancia de los inconformes y frustrados. Es decir, ante la sabia decisión de seis magistrados, el analfabetismo jurídico ve moros con amparo. La Suprema (C de J) no liberó a Barrabás (el góber precioso), ni lo eximió de culpas; se limitó a reconocer que ellos no eran nadie para juzgarlo: “En esto, debo ser muy enfático: la facultad de investigación de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, no constituye un medio para investigar delitos. La Suprema Corte, en esa vía, no condena ni exonera a nadie”.
Entonces, ¿para qué tomaron el caso en sus manos? ¿Nomás por el gusto de confesarle a los frustrados por las decisiones su falta de jurisdicción? Ustedes denuncien que nosotros, a la hora de la hora, les salimos con que no somos ni PGR ni oficina de quejas. Que el de atrás pague, como se decía en la indómita década de 1940. Intento “reconstruir” la lógica del ministro de la Supre: no dijimos que era inocente, nos limitamos a decir que para nosotros no es culpable, distingo que sólo los no doctores en Derecho no captan.
¿Tiene sentido acumular prueba, el Himalaya de legajos y talar bosques nada más para concluir que “aquí no se fía”? Vuelva el sábado pero a otra ventanilla”. Me atengo a metáforas de la más pura domesticidad porque a eso lleva el razonamiento del magistrado.
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A continuación, la disculpa que obliga al clásico “¿y por qué no lo dijeron antes?”. Manotea el ministro en la superficie de las leyes: “La facultad de investigación —tal y como existe actualmente— puede o no satisfacer las expectativas que despierta en la sociedad. Por ello, nuestra respetuosa, pero insistente propuesta, de que esta facultad cuente con una ley que le dé vida y efecto práctica, o bien, que se elimine”.
Haberlo dicho y haber sentenciado que no disponían de los instrumentos con qué sentenciar. Con éstas tenemos: a) la facultad de investigar a la disposición de los magistrados está muerta y no tiene efecto práctico (así le dice puntualmente don Guillermo: “Una ley que le dé vida y efecto práctico”); b) la Suprema dispone de una facultad de investigación que en el muy mejor de los casos sólo satisface la mitad de las expectativas, esto es, se trata de una facultad que obliga a la sociedad a confiar en la chiripa; c) después del fallo ahogado tapan el suministro jurídico: si la facultad carece de ley mejor que se elimine. Así que disponíamos de una facultad de investigación ilegal, y la Supre, en lugar de confesar eso desde el principio, prefirió que la sociedad aguardara en vano para que se hiciera más hombrecito ella. Nadie prometió un jardín de rosas.
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Prosigue don Guillermo Ortiz Mayagotia: “La impartición de justicia puede coincidir con las expectativas del momento, pero también puede suceder lo contrario. Los ánimos, los clamores sociales, las tentaciones noticiosas o las percepciones del juzgador no son ni pueden ser la motivación de la sentencia”. Más bla-bla-bla de la Supre: si la facultad de investigar no dispone de ley que dé vida y se agencie algún efecto práctico, ¿por qué no aceptan que en este caso lo más provechoso era admitir lo para ellos obvio: la motivación de la sentencia es la imposibilidad de investigar? Una recomendación a doña Lydia Cacho: ¿por qué no vuelve dentro de 10 años y nos da tiempo de armar algún recurso jurídico?
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El presidente de la Supre, como todos en este periodo, desconfía de la llegada de las alabanzas y por eso, sin recato, se las prodiga a la institución a su digno encargo: “Tenemos vocación y compromiso con la justicia, no con la popularidad. Una es de largo aliento y beneficia el desarrollo y la estabilidad (un informante nos dijo que se refiere al compromiso con la justicia); la otra es de corto alcance, volátil y caprichosa”.
Ver para leer. Un ministro eminente se lanza con la toga en riestre contra la popularidad, a la que identifica sin más con el rating de los programas de concurso (no creo que se esté refiriendo a la fama de Vargas Vila en la América Latina de 1920, sino a Betty la fea). De nuevo, señala: a) La popularidad es injusta de por sí, al ser lo opuesto a la justicia; b) la justicia, aunque a veces no se puede aplicar porque la facultad no tiene ley, es casi eterna y la popularidad dura sólo lo que dura una flor; c) la exigencia de juicio a Marín es popular, no justa. ¿O a qué otro contexto se atiene?
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Si lo justo es, por esencia, lo opuesto a lo popular, la Suprema Corte de Justicia es el recinto de las decisiones impopulares. No exagero, no otro es el subtexto del informe de labores de Ortiz Mayagoitia y, viéndolo bien, no muy distinta en lo fundamental ha sido la historia de la SCJ a lo largo del siglo XX. ¡Al cielo con sus instituciones!
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